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LA ORACIÓN.

LA ORACIÓN.

LA ORACIÓN.

   Las palabras que usa la Escritura para referirse a la oración son: invocar (Gn 4, 26), interceder (Job 22, 10); mediar (Is 53, 10), ...
Commentarios abril 17, 2017
Oración por  nuestros legionarios

   Las palabras que usa la Escritura para referirse a la oración son: invocar (Gn 4, 26), interceder (Job 22, 10); mediar (Is 53, 10), consultar (I Re 28, 6); suplicar (Ex 32, 11) y, con mucha frecuencia, clamar. Los Padres hablan de ella como “la elevación del alma a Dios”, con miras a pedirle cosas apropiadas 

   El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice claramente que la oración es primero una llamada de Dios, y después una respuesta nuestra. La oración es, por lo mismo y ante todo, una gracia de Dios.

   La oración es una comunicación entre Dios y nosotros. Tenemos un corazón inmenso, con capacidad insondable de amar y de ser amados. Sólo Dios puede llenar esas ansias infinitas. Por eso nos atrae, nos llama, y, si le respondemos con la oración ansiosa, nos llena de su amor y de su gracia.

   Por la oración nosotros reconocemos el poder y la bondad de Dios, a la vez que nuestra precariedad y dependencia. Por eso es que la oración es un acto de la virtud de religión que implica la mayor reverencia a Dios y que nos acostumbra a volver el rostro hacia Él en toda circunstancia. No sólo porque lo que pedimos sea algo bueno o beneficioso para nosotros, sino porque lo deseamos recibir como un regalo de Dios y de nadie más, por más que nos pudiera parecer deseable o bueno. La oración presupone la fe en Dios y la esperanza en su bondad.

   Santa Teresa del Niño Jesús, tan querida de todos, lo expresó de una manera maravillosa con estas palabras, que nos trae el Catecismo de la Iglesia Católica:

- Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría.



¿QUIEN PUEDE ORAR?                                                                                                             

   Dado que el Señor Jesús prometió interceder por nosotros (Jn 14, 16) y realmente así lo hace (Rm 8, 34; Heb 7, 25), podemos solicitar su intercesión, aunque esto no se acostumbre en el culto público. Él ora gracias a sus propios méritos; los santos interceden a favor nuestro gracias a los méritos de Él, no los propios. Consecuentemente, cuando dirigimos nuestra oración a los santos es para pedir que intercedan por nosotros, y sabemos que ellos no pueden concedernos don alguno por su propio poder, ni gracias a sus méritos.



¿POR QUIÉN PODEMOS ORAR?


   Se puede orar por los bienaventurados no con el fin de acrecentar su bienaventuranza sino para que su gloria sea mejor conocida y sus ejemplos imitados. Al orar unos por otros presumimos que Dios otorgará su gracia en consideración a quien ora. Gracias a la solidaridad de la Iglesia, o sea, a la estrecha relación mutua de los fieles en cuanto que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, cualquiera puede beneficiarse de las buenas acciones y, en especial, de las oraciones de los demás, como si tomara parte en ellas. Esto es lo que está en la base del deseo de san Pablo de que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias por toda la humanidad (Tim 2, 1), por todos, sin excepción, de cualquier nivel social, por los justos, los pecadores, los no creyentes, los muertos y los vivos, los enemigos y los amigos



¿TIENE ALGÚN EFECTO O PODER?


   Nuestra oración no hace que Dios cambie su voluntad o sus actos a favor nuestro. Simplemente hace efectivo lo que tenía decretado desde la eternidad a causa de nuestra oración. Esto lo puede hacer directamente, sin intervención de una causa secundaria, como acontece cuando nos otorga un don sobrenatural como la gracia actual, o indirectamente, como cuando nos da un don natural. En este último caso su providencia dirige las causas que contribuyen a lograr el efecto deseado. Estas pueden ser agentes libres o morales, como es la persona humana. También puede ser que algunas causas sean morales y otras no, que serían físicas y no libres. O que ninguna sea libre. Finalmente, sin emplear ninguna de las causas dichas, por intervención milagrosa, Él puede producir el efecto por el que se oró.

   El uso o el hábito de la oración repercute en beneficio nuestro de varias maneras. Además de obtener las gracias y dones que requerimos, el proceso mismo eleva nuestra mente y nuestro corazón hacia el conocimiento y amor de las cosas divinas, nos da mayor confianza en Dios y nos inculca otros sentimientos valiosos. Tan numerosos y útiles son esos efectos de la oración que ellos mismos nos sirven de compensación aún en el caso de que no se nos conceda lo que pedimos. Frecuentemente incluso ellos son de mayor provecho nuestro que aquello que pedimos. Nada que pudiésemos recibir como respuesta a nuestra plegaria puede superar la conversación familiar con Dios, que es la naturaleza misma de la oración. Además de esos efectos de la oración, podemos (de congruo) obtener de ella méritos para la restauración de la gracia, si es que estamos en estado de pecado, por no mencionar también las nuevas inspiraciones de la gracia, el aumento de la gracia santificante y la satisfacción del castigo temporal debido al pecado. Con toda la importancia que tales beneficios puedan revestir, son sólo marginales respecto del efecto impetrador propio de la oración, el cual se sustenta en la promesa infalible de Dios: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7); “Por eso os digo, todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11, 24. Cfr. también Lc 11, 11; Jn 16, 24 e inumerables afirmaciones en torno a esto en el Antiguo Testamento).



¿ES NECESARIA?


   La oración es necesaria para la salvación; constituye un precepto específico de Cristo en los Evangelios (Mt 6, 9; 7, 7; Lc 11, 9; Jn 16, 26; Col 4, 2; Rom 12, 12; I Pe 4, 7). Dicho precepto nos obliga en aquello que es verdaderamente necesario para la salvación. Sin la oración no podemos resistir la tentación ni obtener la gracia de Dios, ni crecer y perseverar en ella. Esta necesidad es universal; corresponde a todo hombre según sus estados de vida, pero muy especialmente a aquellos quienes por causa de su oficio, sacerdotal, por ejemplo, u otras obligaciones religiosas, deben orar de modo especial por el bien de otros y el suyo propio. Es una obligación que nos afecta en toda ocasión. “Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1). Pero indudablemente que es más urgente cuando tenemos mayor necesidad de hacer oración; cuando sin ella no podemos sobreponernos a los obstáculos ni realizar nuestras obligaciones; cuando, para llevar a cabo un acto de caridad, debemos orar por otros; cuando la oración constituye parte de alguna obligación impuesta por la Iglesia, tal como la participación en la Misa dominical y de otras fiestas. Esto se aplica a la oración vocal, pero la necesidad es idéntica en lo tocante a la oración mental, o meditación, sobre todo cuando debemos aplicar nuestra mente al estudio de las cosas divinas para adquirir el conocimiento de las verdades necesarias para la salvación.

   La obligación de orar es permanente. Lo cual no significa que debamos hacer de la oración nuestra única ocupación, como creían los euquitas o mesalianos y otras sectas heréticas parecidas. Los textos de la Escritura que nos motivan a orar sin cesar implican que debemos hacerlo con tanta frecuencia e intensidad como sea necesaria; que debemos perseverar en oración hasta que obtengamos lo que deseamos. Algunos autores hablan de la vida virtuosa diciendo que es una oración interrumpida y hacen referencia al proverbio “trabajar es orar” (laborare est orare). Esto, claro, no significa que la virtud o el trabajo suplanten el deber de orar, pues no es posible practicar la virtud ni trabajar apropiadamente sin recurrir frecuentemente a la oración. Los wyclifitas y los waldenses, según la opinión de Suárez, proponían lo que ellos llamaban “oración vital”, que hacía tanto hincapié en las buenas obras que llegaba a excluir toda forma de oración vocal, excepto el Padre Nuestro. Fue por ello que Suárez no aprobaba esa expresión, aunque san Francisco de Sales la utilizó para dar a entender oración reforzada por el trabajo o, mejor dicho, trabajo inspirado por la oración. La práctica de la Iglesia, devotamente obedecida por la feligresía, es comenzar y terminar el día con la oración y, a pesar de que las plegarias matutinas y vespertinas no constituyen un deber estricto, su práctica satisface de tal manera nuestro sentido de la necesidad de orar que su descuido y omisión prolongados hasta pueden ser considerados pecado, dependiendo de lo que los haya originado y que generalmente es algún tipo de pereza.



¿CÓMO SE DEBE ORAR?



   Las posturas de la oración son también evidencia de la tendencia natural humana a expresar sentimientos internos a través de signos externos. Ciertas posturas, como la estar de pie con las manos extendidas, según se acostumbraba en Roma, han sido consideradas apropiadas para la oración no sólo entre los judíos y cristianos, sino también entre pueblos no cristianos. El “orante “ (el prototipo de los cristianos en oración que aparecen en las pinturas murales de las catacumbas romanas) nos muestra las posturas preferidas por los primeros cristianos: de pie con las manos extendidas, como Cristo en la cruz, según explica Tertuliano, o con la las manos elevadas al cielo y la cabeza inclinada, o, en el caso de los fieles, con la vista elevada al cielo y, en el caso de los catecúmenos, con los ojos fijos en la tierra. La postración, el arrodillarse, la genuflexión y otras posturas similares como golpearse el pecho, son signos externos de la reverencia propia de la oración, pública o privada.

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